Un domingo, 27 de abril de 2003, el diario argentino Página 12 publica un amplio reportaje sobre Madonna y su "American Life"... Nota que nos pareció recordarla y compartirla con los seguidores de la Reina del Pop.
Precedida
por el alboroto del video-que-no-llegó-a-ver-la-luz (donde, vestida con ropa de
fajina, le lanzaba a Bush Jr. una granada inocua), Madonna, otra vez morocha,
acaba de lanzar su décimo álbum de estudio, American Life, una crítica a ese
Sueño Americano que sigue permitiendo, entre otras cosas, existencias
excepcionales como la suya. ¿Mea culpa, arrepentimiento de madurez o simple
camaleonismo pop? Responde Rodrigo Fresán.
Pavlov
vive. Y si no, ¿qué hace que la sola noticia de la salida de un nuevo disco de
Madonna nos ponga a salivar a todos? A todos: a los que la adoran como a una
diosa perfecta; a los que aprecian su manipulación del arte que la rodea; a los
que admiran su vigencia como producto; a los que envidian su capacidad de
reinvención; y a los que –como yo, como muchos– simplemente le agradecen que
esté ahí, haciendo de las suyas, por motivos que no llegan a comprender del
todo. Madonna ya es parte de nuestras familias. Casi siempre estuvo allí y
–todo parece indicarlo– le queda cuerda para seguir un rato más.
Escribo
esto el lunes 21 de abril de 2003. Pase lo que pase hoy en las pantallas de los
noticieros planetarios, nada opacará al macluhaniano dato aldeano y globalista
que nos une a todos: hoy sale en todo el mundo American Life, el nuevo de
Madonna.
EL
ANSIA En todo el mundo menos, parece, en Barcelona. Aquí la Semana Santa
empieza un día después y termina un día más tarde, y tiene su gracia que una
festividad sacra postergue por 24 horas la súbita y milagrosa materialización
de Nuestra Señora del Pop en las disquerías de la Ciudad Condal. Está todo
cerrado. Lo único que tengo aquí cerca es:
1.
El flamante single en cuestión, también titulado “American Life” y, como suele
ocurrir, dotado de ese raro y efervescente poder que, de entrada, nos convence
de que es lo mejor que Mrs. Ciccone ha hecho hasta la fecha.
2.
El vívido y afortunado recuerdo de haber enganchado la única emisión del
polémico y formidable videoclip de “American Life”, retirado de circulación por
su propia protagonista “por temor a ser malinterpretada” o –como aseguran los
extremistas y conspirativos– por mandato de la misma Casa Blanca que tanto mal
le hizo a su admirada Marilyn M.. Allí, Madonna, vestida de camouflage-combate,
pasarela con fashion-soldiers, imágenes de bombardeos, niños de aspecto iraquí
y, como cierre, la protagonista arrojándole una granada a Mr. Bush, que la
atrapa en el aire y la usa para encenderse un cigarro.
3.
El mini-álbum Die Another Day, que en su momento me produjo exactamente el
mismo efecto que ahora me produce “American Life”. “Die Another Day”, que
misteriosamente no tuvo éxito, aparece incluido en American Life, porque ¿por
qué conformarse con vender una sola vez lo que puede venderse dos veces?
4.
La “biografía íntima” de J. Randy Taraborrelli, que de tanto en tanto abro en
cualquier página para divertirme un rato.
5.
El último número de la revista inglesa Q con Madonna en la portada. (Q goza del
privilegio de haber sido la única publicación a la que la Reina Madge le
concedió una entrevista. O mejor dicho: una audiencia.)
Así
que hasta mañana, cuando consiga por fin American Life y termine de escribir
esto, éste es el material del que dispongo. Es más que suficiente para calmar
una ansiedad que, insisto, no entiendo muy bien a qué se debe. Sensación que
suelen producirte las mejores ansiedades.
EL
LOOK Atención: Madonna –junto a Michael Jackson– es la primera artista visual
de la era MTV. Para creerle, hay que verla. Y después oírla. Y el nuevo look de
Madonna, ya lo saben, es el Che Madonna: Madonna vestida de revolucionaria
prêt-à-porter con el pelo, otra vez, negro. Una de las tantas maneras de
dividir a la humanidad en dos grandes grupos es poner de un lado a los que
prefieren a Madonna rubia (teñida) o a Madonna con el pelo azabache (natural).
El que Madonna haya saltado a la fama universal con el pelo platinado o
amarillo sucio ha generado, claro, un interesante debate sobre lo falso o lo
auténtico porque, si Madonna se hizo conocida en todas partes con sus cabellos
claros, entonces, ¿no será ésa la Madonna a adorar, la que sangra y derrama
lágrimas por nosotros? A mí me gusta más morocha.
Aunque
tengo que confesar que esta nueva encarnación de Madonna me produce una ligera
incomodidad y –como suele ocurrir siempre que leemos la vida de alguna santa
pecadora– esa rara forma de lástima que nos produce alguien obligado a hacer
algo por voluntad divina.
El hecho de que Madonna sea mártir y diosa al mismo
tiempo –el que sea ella misma la que determina su propio destino de santísima
dualidad– lo hace todavía un poco más triste. Me explico: he aquí una señora de
mediana edad, madre de dos hijos, millonaria, la mujer más famosa del planeta,
obligada a vestirse de soldadito para sacarse fotos sentada en el inodoro de
una letrina, cuando a esta altura de los acontecimientos, pienso, estaría mucho
más digna y cómoda con un elegante traje sastre de Valentino o Armani pensado y
cortado nada más que para su uso.
Está
claro que parte del atractivo de Madonna –así como su poder residual, su
vigencia perpetua– descansa en su capacidad para recrearse. Es una de las
compulsiones sana y epidémicamente patológicas que han marcado a fuego y sangre
el asunto desde que el pop es popular. Y Madonna –como David Bowie, que por eso
casi se vuelve loco, aunque ahora, por fin, parece haber alcanzado el reposo
del guerrero camaleónico– lo sabe a la perfección. El largo camino que ha
recorrido la muchacha material para convertirse en esta mujer material.
(EL
CAMBIO: UN PARÉNTESIS Una interferencia, en realidad. Una posdata más o menos
pertinente. La semana pasada, en las páginas de este suplemento, firmé una nota
sobre la conversión de Bob Dylan al más fundamentalista de los cristianismos a
finales de los años setenta. Entregado el artículo, leí que –para el eterno y
creciente desconcierto de los seguidores del monstruo– Dylan había autorizado
en estos días el uso de su canción “Love Sick” como música de fondo para un
spot televisivo de la firma de ropa interior Victoria’s Secret. Así, no
tardaremos en detectar la voz podrida del hombre arropando a mujeres que
corretean con alitas de ángel en sus espaldas y vestidas casi como Dios las
trajo al mundo. Traigo a colación este hecho –que, ay, me habría funcionado
como fantástico remate para lo del domingo pasado– para asentar una interesante
diferencia entre dos sabios y curtidos negociantes del mundo del espectáculo
con propensión a cambiar de aspecto sin cambiar de credo artístico. Mientras
las metamorfosis de Madonna suceden con inquietante puntualidad (Madonna cambia
para renacer, Madonna es como la Ayesha de H. Rider Haggard), las metamorfosis
de Dylan tienen lugar en el momento menos esperado (Dylan cambia porque se le
da la gana o porque está en su naturaleza, más allá de cualquier factor externo
o excusa: Dylan es como el Jekyll de Robert Louis Stevenson). En resumen: una
cosa es el cambio como disciplina y otra el cambio como desorden. Ustedes
eligen, y por aquí tengo una foto en la que aparecen juntos Dylan y Madonna, y
fin del paréntesis.)
EL
CONCEPTO Madonna cree en Madonna. Tal vez, en la oscuridad de la noche más
profunda, alguna vez titubee; pero me cuesta creerlo y sólo debe haberle
ocurrido por los días en que sacó el libro Sex y el disco Erótica y las cosas
salieron un poco más. American Life, parece, viene marcado por un nuevo tipo de
dudas o de conflicto. No en lo comercial, donde Madonna sabe que empieza y
termina en sí misma y ocupa la más cómoda y redituable de las posiciones, lejos
de extremistas como Kate Bush y Björk, las chicas de mascar estilo Britney
& Co., los fenómenos de moda como Alanis & Norah & Pink, la
voracidad latina de Jennifer & Christina o las vetustas inmortalidades
histéricas de Barbra y Celine. No en lo artístico, donde Madonna ha conseguido
asentarse con firmeza a partir de su consagración como “creadora seria”, que
arranca tímidamente con el soñador BedtimeStories (1994), se hace incontestable
–con la gran ayudita de William Orbit– con el levitante Ray of Light (1998) y
se perpetúa con la onda expansiva del fiestero Music (2000), en el que consigue
un curioso efecto de novedad absoluta apoyada en el déjà-vu sónico y
parasitario nutriéndose de materia bruta ajena para refinarla y hacerla suya.
Al
grano, todo opus de Madonna tiene un Tema, un Concepto: la buena vida y la mala
vida, el sexo y la espiritualidad, el cuero y la seda, Perón y Dick Tracy. Los
discos de Madonna son, siempre, despachos desde las trincheras de Madonna: las
novedades en su frente de batalla. Y el tema de American Life –oportunamente
puntuado por loas a su vida matrimonial con el sufrido y cada vez más fracasado
director de cine inglés Guy Ritchie, las disquisiciones sobre su humor
religioso, la afirmación de que “nadie me conoce” o “soy tan estúpida” o “he
muerto muchas veces”, o la inevitable elegía recurrente a su madre muerta– es
una crítica desilusionada a ese paradigmático Sueño Americano que tantas
alegrías le ha dado a esta cantante de voz regular, bailarina mediocre, pésima
actriz de cine y Artista con A mayúscula.
EL
ARREPENTIMIENTO Si se lo piensa un poco, el más grande logro de Madonna reside
en haberse apropiado de aquel célebre mandamiento de Andy Warhol -el de los
quince minutos, el del futuro– y habérselas arreglado para no soltarlo durante
dos larguísimas décadas. No es poco. Madonna ha disfrutado de lo mejor de ambos
mundos: veinte minutos de fama con la intensidad warholiana y concentrada que
sólo consiguen las stars efímeras de cuarto de hora y hasta la vista, baby.
Algunas pocas cifras: Madonna lleva vendidos 140 millones de discos, y sólo el
año pasado –cuando lo único que hizo fue filmar otro rotundo fracaso
cinematográfico y, dicen, estudiar la Cábala– se embolsó 36 millones de libras.
¿A qué vienen entonces esas quejas, señorita? Porque la letra de “American
Life” es lo más parecido a una canción de protesta jamás escrito y cantado por
Madonna. Y contra lo que protesta Madonna es contra ese american way of life
que permite la excepción de existencias excepcionales como la suya. “Voy a
evitar el cliché”, canta Madonna al principio de “Die Another Day”, y –curioso–
tropieza y cae en el más profundo e irritante de ellos: el de la afortunada
insatisfecha. Lo que sería más o menos perdonable -después de todo, el
Madonnismo no es otra cosa que la originalización de lugares comunes
enaltecidos por el solo y único hecho de que Madonna ha decidido fijarse en
ellos– si no hubiera ocurrido lo que ocurrió con el videoclip de “American
Life”.
Lo
que ocurrió es que Madonna –dadas las presentes circunstancias– se arrepintió
de haberlo filmado y, mucho más, de la posibilidad de emitirlo. Las palabras
Madonna y Arrepentimiento configuran, seguro, el más impensable –hasta ahora–
de los oximorones. Los motivos de Madonna pasan por un “no es el momento
indicado”, pero lo cierto es que parecen sospechosamente asustados por el
oprobio que les cayó encima a las country-girls Dixie Chicks cuando se
avergonzaron públicamente de que “Bush haya nacido en Texas” y se descubrieron,
más rápido de lo que vuela un Scud, cayendo en picada desde las alturas de los
rankings y el favor de los norteamericanos. Sorpresa. Y Madonna –que hasta
ahora pensaba que podía volver de todo, del nudismo ninfómano como coffee-table
book o de la seducción de un santo negro como propaganda de Pepsi– se descubrió
pensando que si de algo no se vuelve es de entrometerse con un fanatismo
fundamentalista mucho más poderoso que el que ella jamás podrá provocar. De
acuerdo: Madonna no va a entretener a las tropas en Bagdad, pero da un paso
atrás y retirada. Y quién sabe: tal vez la transgresión definitiva, después de
tanto transgredir, sea fingir que se obedece. Al menos eso prefieren pensar
ahora, desconsolados, sus fieles.
EL
LAMENTO En la entrevista firmada por Paul Rees en Q, Madonna dice poco y actúa
mucho. Actúa de Madonna. Alterna one-liners de budista de vernissage con
amenazas de chica de ghetto. Pasa de predicar su creencia en la reencarnación
(“pero no tengo tiempo ni ganas de que me hipnoticen e investigar vidas
pasadas”) a reírse de todos esos cretinos que llenan los tabloides amarillos
con noticias de su peleas conyugales en público (“tienes que tener cuidado con
lo que lees sobre mí: nada es lo que parece. La prensa no quiere que yo lleve
una vida feliz”). Si Madonna fuera una película sería All About Eve, mitad
Bette Davis y mitad Anne Baxter: usa lengua afilada pero sabia a la hora de
basurear a las candidatas y candidatos al trono (“no digo que esas chicas no puedan
crecer y convertirse en algo interesante; pero vivimos en tiempos tan
homegeneizados... Todos los chicos quieren ser Thom York de Radiohead”) y
pestañeo de ingenua peligrosa cuando se pregunta por qué se meten tanto con
ella (“humillar públicamente a alguien para el propio provecho no es bueno.
Puedo asegurarte que todas esas personas acabarán lamentándolo. Dios va a
obtener su venganza”) y –Rees dixit– después Madonna se suena los mocos (está
engripada) y hace un alto en el discurso para inspeccionar lo que ha dejado en
el pañuelo de papel con curiosidad infantil o perversa, vaya uno a saber. Una
entrevista a Madonna –sé de lo que hablo, yo estuve allí al lado, por los
tiempos de Evita– se elabora con 50 por ciento de ataque y 50 de defensa. Así
es, fue y será la vida de esta chica. Y de eso trata American Life: del fino
arte de patear primero y levantar la guardia durante la cuarta parte de una
vida. Y de la fatiga de materiales que eso acaba causando.
Rees
asienta un punto tan necesario como obvio: “La idea de que una inmensa fortuna
no conduce automáticamente a la felicidad es, por supuesto, el lamento habitual
de todo mega-rico”. En el caso de Madonna esto es todavía más cuestionable,
porque convengamos que ella no parece extrañar ni el trineo de Charles Foster
Kane ni teme a las bacterias de Howard Hughes. Es más: buena parte de su
atractivo comercial siempre estuvo sostenido por el evangelio de
chica-pobre-la-pega-en-serio-y-mírenla-cómo-se-divierte-y-hace-lo-que-se-le-da-la-gana-y,
no, nunca-les-va-a-suceder-a-ustedes, porque Madonna es única entre las únicas.
A lo que Madonna responde: “Ya sé que suena a lugar común; pero he tenido
veinte años de fama y fortuna y me parece que eso me da derecho a tener una
opinión autorizada acerca de los pros y los contras. La única obsesión de
nuestros días es el ser famoso. Yo digo que la celebridad es una mentira de
mierda y acaso hay alguien que lo sepa mejor que yo. Antes de que te ocurra
tienes todas esas ilusiones sobre lo maravilloso que va a ser disfrutar de una
vida de estrella y del placer que te traerá todo eso. Entonces llegas a lo más
alto y...”.
Y
dos párrafos más abajo, cinco minutos más tarde, Madonna dice que extraña su
automóvil inglés Mini Cooper. “Amo a mi Mini Cooper”, gime.
EL
SONIDO Todas estas contradicciones entre el brillo y la sangre, el asco y la
delicia, son la materia prima con la que teje sus dulces sueños y sus amargas
pesadillas el flamante –ahora es martes, aquí lo tengo– American Life. Grabado
entre Londres y Los Angeles, una vez más con la co-producción de Mirwais
Ahmadzaï, el décimo álbum en estudio de Madonna suena menos esquizofrénico y
más “parejo” que los anteriores y, sí, está lleno de esos “ruiditos” que tanto
fascinan, de esos violentos breaks de lo electrónico para dar paso a un rasgueo
acústico, de la sorpresa de un coro gospel saliendo de ninguna parte y de uno
que otro rap. Definámoslo como sushi-sugus sound: masticable vulgar y al mismo
tiempo sofisticado y crudo. No hay nada tan wow! Como “Frozen” o “Don’t Tell
Me” –por citar últimos hits–, pero el trío inicial se las arregla para
funcionar casi como una mini autobiografía no-autorizada en la que Madonna se
burla de símisma antes de que se burlen de ella. Así, “American Life” (la mejor
canción que compuso Madonna para este disco), “Hollywood” (la mejor canción que
jamás compusieron The Bangles) y “I’m So Stupid” (la mejor canción que jamás
compuso Shirley Manson de Garbage) funcionan como una especie de perfecto
soundtrack para la última novela de Bret Easton Ellis o la próxima de Joan
Didion. Un gozoso paseo por el basurero de las lentejuelas en el que Madonna
dice que el aire de Hollywood tiene algo raro y que ella tiene todo un pequeño
ejército de asistentes, mientras una voz con inflexión entre castrense y
aeróbica ordena: “Aprieta ese botón, cambia de canal”. “American Life”, ya se
dijo, es la pieza de resistencia y tiene un principio antológico –”¿Tendré que
cambiar mi nombre? / ¿Me hará llegar lejos? / ¿Debo perder algo de peso? / ¿Voy
a ser una estrella? / Intenté ser un chico / Intenté ser una chica / Intenté
ser un caos / Intenté ser la mejor / Supongo que me salió mal / Por eso escribí
esa canción”–, y el disco salta después sobre un colchón de teclados tamaño
king-size y nos lleva de paseo con ella a un bar donde mira músculos y
pectorales machos con pupilas despectivas y, de regreso en casa, concluye que
“este tipo de vida moderna no es para mí”.
El
final con cuerdas de “Easy Ride” nos la muestra curtida y cansada del mundo
exterior y otra vez en su madonnacueva solitaria, pero con su marido.
Incomprendida, pero amada por todos. La vida es una mierda, sí, pero hay
mierdas y mierdas.
La
entrevista de Q termina bien, termina buena. Madonna dice que “fui un bufón y
una idiota hasta que cumplí los 40”, y agrega que de encontrarse con esa chica
material que alguna vez fue, esa que llegó a Nueva York nada más que con 35
dólares en el bolsillo, le aconsejaría que “no se tome nada personalmente”.
Y
entonces el escalofrío, y tal vez eso sea el talento en serio o el genio
gracioso: conseguir que millones de personas se tomen personalmente todo lo que
hacés, que ya estén pensando en cómo será tu próximo look y tu nuevo sonido,
mientras vos te asomás al balcón de tu vida americana y te reís y te vas a
seguir riendo hasta que se caiga el último de tus dientes.
Y
después llamás por teléfono al mejor dentista de Beverly Hills, de Park Avenue,
de Chelsea.
Y
te morís otro día.
Hay
tiempo.
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